Una masacre, una niña raptada dos veces y un gran yacimiento petrolero son parte del desastroso drama que estremece a Ecuador.
Luego de que dos helicópteros de tipo militar aterrizaron en un pueblo perdido en las selvas de Ecuador, hombres enmascarados y armados saltaron fuera y se escabulleron en una escuela de una sola habitación, donde se encontraba su objetivo: una niña de seis años que no hablaba su idioma y ni siquiera sabía por qué la secuestraban. Llevaron a la aterrorizada niña, de nombre Conta, a uno de los helicópteros, el cual despegó inmediatamente. A bordo de lo que siempre le pareciera un demonio que rugía en el cielo, la pequeña voló a una localidad cercana donde los desconocidos armados la condujeron a un hospital, el equivalente a un caja de Petri repleta de gérmenes para los que no tenía inmunidad porque jamás había puesto un pie en una ciudad.
Por segunda vez en siete meses, la niña, criada en una tribu sin acceso a herramientas de metal, fue violentamente arrancada de su vida cotidiana y lanzada a un mundo nuevo y espeluznante.
Conta y su hermana menor, Daboka, son las únicas supervivientes de un grupo familiar taromenane, pueblo indígena no contactado (tribus que no comercian ni se comunican con forasteros y rechazan, violentamente, cualquier intento de contacto exterior) que vive en el selvático Parque Nacional Yasuní de Ecuador donde, según expertos, hay unos 200 pueblos no contactados de los que poco se sabe acerca de su ubicación y sus costumbres.
Aun comparados con otras tribus aisladas de la Amazonia brasileña o peruana, los pueblos no contactados de Ecuador son muy singulares. Ocupan una región selvática relativamente inhóspita donde no hay grandes ríos que propicien la caza, pesca y recolección. Nunca han tenido grandes cifras de población, al menos desde la conquista española, así que los cerca de 200 grupos que aún sobreviven no son residuos de una tribu más numerosa; por el contrario, su minúsculo nivel poblacional ha persistido durante siglos, luchando por sobreponerse a las plagas y guerras que han amenazado su existencia. Los antropólogos aseveran que el grupo lingüístico de estas tribus es completamente ajeno a cualquier otro, de manera que la falta de contacto con el exterior no es una política de reciente adopción. No llevan ropa, son seminómadas y no han desarrollado muchas herramientas; no obstante, como por arte de magia, comparten el planeta con seres que envían y reciben información del espacio o mediante cables interoceánicos, e intercambian fotografías virales de gatos.
En marzo pasado, guerreros de una tribu vecina, los huaorani, masacraron a los integrantes del grupo familiar de Conta (poco más de 20 en total), y fue entonces que Conta y Daboka se convirtieron en rehenes de los hombres que ultimaron a su familia.
Los pormenores del horrible ataque se diseminaron por todo Ecuador a principios de abril, pero transcurrieron ocho meses antes de que el gobierno siquiera los reconociera. En ese tiempo, el régimen trató de esconder deliberadamente los hechos o de no dar la cara y, así, los funcionarios pusieron en duda la realidad de la masacre y hasta la propia existencia de los taromenane. El presidente Rafael Correa restó importancia a los acontecimientos de aquel sangriento día de marzo calificándolo como uno de muchos conflictos tribales, omitiendo mencionar que casi ocasionaron la extinción de toda una etnia.
Al principio, la televisión nacional sirvió de foro para que los guerreros huaorani se jactaran de su valentía y vendieran, al mejor postor, fotografías de la matanza sistemática de decenas de taromenane: hombres, mujeres y niños desnudos y desarmados, abatidos con rifles, pistolas y lanzas. Sin embargo, cuando la atención que recibían se hizo negativa, comenzaron a guardar silencio, prohibieron el acceso a sus aldeas y amenazaron con lancear a cualquiera que se acercara a su territorio.
En vez de proceder contra los atacantes o al menos investigar la masacre, el gobierno construyó casas de paja tradicionales para las familias huaorani que secuestraron a Conta y Daboka, supuestamente para que las niñas pudieran vivir en una choza que les resultara conocida. Incluso permitió que una de las familias huaorani adoptara legalmente a Daboka.
Y entonces, llegaron los helicópteros. Sin previo aviso, el gobierno secuestró a las niñas y cuatro días después, el 30 de noviembre, Correa defendió la intervención armada en la televisión nacional, diciendo que «no podían dejar que la niña viviera con los asesinos de su familia», ni que los crímenes de los hombres que mataron a los taromenane y conservaron a las niñas como trofeos de guerra «quedaran impunes». A continuación, ordenó la detención de seis huaorani que ahora enfrentan cargos de genocidio.
Miguel Ángel Cabodevilla, sacerdote capuchino español que, durante años, hizo labor misionera entre los huaorani, señala que el repentino cambio de actitud de Correa causó más daños que beneficios. El religioso ha sido un crítico tenaz de la forma como el gobierno ha tratado el enfrentamiento entre los taromenane y los huaorani, y alegando que no hubo una investigación adecuada del incidente y sus causas, escribió un libro acerca de la masacre que incluye gran parte de la evidencia que Correa presentó por televisión para justificar el rapto de Conta.
La masacre tiene grandes implicaciones para el gobierno de Ecuador y todas son malas; en parte, porque el gobierno está obligado, legalmente, a proteger tanto a los taromenane no contactados como a quienes pudieran sufrir daños a manos de la etnia. Y en ambos casos, fracasó estrepitosamente.
«¡Moriré cuando me saquen esta lanza!»
El 5 de marzo, en un sendero de la aldea de Yarentaro, fueron hallados dos ancianos huaorani con los cuerpos atravesados por lanzas largas taromenane. El hombre, Ompure, había expirado cuando los angustiados familiares llegaron a él; su esposa, Buganey, vivía a duras penas pues cuatro astas, cada una del grosor de cinco dedos, traspasaban su tronco. La agonía de sus últimos momentos fue captada en un video de teléfono celular: «Denme agua, échenme agua en la cabeza», gritó. «Aún vivo, pero moriré cuando me saquen esta lanza». Al fondo, puede escucharse a su hijo, gritando y llorando: «¡Voy a matarlos! ¡Voy a matar a todos los taromenane!».
Hombres huaorani comenzaron a visitar la ciudad para comprar municiones y el 24 de marzo, una docena de guerreros salió a cazar a los enemigos. Al cabo de siete días de rastreo, finalmente encontraron una choza taromenane (esa etnia vive en una gran estructura comunitaria única). Los huaorani rodearon la vivienda y cargaron sus armas.
Cabodevilla cuenta lo acontecido a continuación en su libro, Una tragedia olvidada, basado en testimonios verbales de los cazadores y las fotografías que vendieron a los medios, después de los hechos. «Empezaron a salir de la casa y disparamos…», dijo uno de los guerreros. «Los matamos al salir. Los matamos como animales gordos… sangre, mucha sangre, sangre que corría como agua… A uno le di en el estómago; no sé si vivió o murió. Me acabé las balas…». Un taromenane quiso atacar a K. con dos lanzas, pero no lo alcanzó. «Ya sabe cómo es la bala, mucho más rápida… Nos sentíamos mareados después de todos a los que matamos».
Con sus dos hijas de la mano, una mujer taromenane se acercó a los cazadores huaorani para pedir clemencia. Se ofreció como esposa de uno de los asesinos para salvar la vida de sus pequeñas, pero los hombres la mataron frente a ellas y se las llevaron consigo.
Ese día fueron asesinados, por lo menos, 20 taromenane; de ellos, 14 mujeres y niños. «Fueron muertes horribles, de infinita crueldad, de personas que eran absolutamente inocentes», sentencia Cabodevilla. «Fueron muertes viles, increíblemente inútiles».
Seis meses después, cuando Cabodevilla estaba a punto de publicar su libro sobre la masacre, alguien del Ministerio Público solicitó un mandato judicial alegando que contenía fotos no censuradas de las niñas secuestradas (no era cierto); luego, una jueza emitió una prohibición contra el libro el 25 de septiembre, 15 minutos antes de salir a la venta.
A todas luces, las cortes no se percataron de la ironía de censurar un libro titulado Una tragedia olvidada, pero no sucedió lo mismo con el resto de los ecuatorianos. La indignación estalló en los medios de comunicación social; versiones digitales del libro se volvieron virales y estuvieron disponibles en sitios torrent (de descargas de archivos completos en texto, música o video) minutos después de anunciarse la prohibición. A las 7 de la mañana siguiente, prominentes ministros de Correa tuitearon su oposición a la prohibición y a las 9 a. m., la jueza tuvo que rescindir su orden.
Si bien de corta duración, la prohibición del libro enardeció al país porque confirmaba las sospechas de muchos: el gobierno se avergonzaba de la masacre. No quería que se hablara de ella y mucho menos que se investigara, pues oculta esa espantosa matanza que amenazaba con echar por tierra al régimen de Correa.
Ecuador exige rescate
La tierra es la causa del añejo conflicto entre taromenane y huaorani. Desde el primer auge petrolero de las décadas de 1960 y 1970, y la integración inicial de la tribu huaorani en la corriente principal de la sociedad ecuatoriana, el tamaño de su población en la Amazonia se ha disparado. Hoy hay más de 2000 huaorani, y aunque semejante explosión demográfica ha empujado a los taromenane al interior de la selva, existe otra fuente de presión: las petroleras como Repsol, que los huaorani han permitido entrar en su territorio. Es más, según la confederación indígena de Ecuador, muchos de los conflictos entre huaorani y taromenane se remontan a la llegada de las petroleras. Última etnia que practica la caza y recolección como medio de subsistencia, los taromenane son muy vulnerables a los grandes cambios en el uso del suelo selvático, y cuando se han sentido presionados, han recurrido a la violencia, matando con sus lanzas a trabajadores del petróleo, madereros, huaorani, misioneros y demás cowori o forasteros.
Eso es, ciertamente, un problema, mas no se supone que los taromenane deban luchar para proteger sus tierras o su espléndido aislamiento. La Constitución ecuatoriana establece que sus tierras son «irreductibles e intangibles», que el Estado garantiza su voluntario retiro del mundo, y que cualquier actividad extractiva en tierras de pueblos no contactados habrá de considerarse etnocidio.
Pese a esa protección constitucional, pocos meses después de la masacre huaorani la Asamblea Nacional votó a favor de permitir la extracción de petróleo en Yasuní-ITT, una extensión de 200 000 hectáreas que se superpone a la «zona intangible» que la ley reserva a los pueblos no contactados. A fin de autorizar el proyecto de perforación, dicho cuerpo legislativo tuvo que hacer una reinterpretación creativa de la Constitución y, con ello, ha desencadenado una masiva oposición pública.
El sector Yasuní-ITT del Parque Nacional Yasuní siempre fue una zona altamente politizada. Desde 2007, con la elección de Correa y su gobierno «socialista del siglo XXI», el Estado ha gastado más de un millón de dólares para promover la Iniciativa Yasuní-ITT: un esquema para que gobiernos y empresas extranjeras comprometan dinero, evitando la explotación de ITT. La Iniciativa promovía la región como «el lugar de mayor biodiversidad en la tierra» y hogar de miles de especies en peligro de extinción, así como de pueblos no contactados. La audaz oferta al mundo: si el fondo ITT reunía 3000 millones de dólares para 2013 –la mitad del supuesto valor de los 845 millones de barriles de crudo que subyacen Yasuní-ITT-, Ecuador se abstendría de perforar.
La prensa internacional se mofó de la Iniciativa ITT calificándola de chantaje, una medida de presión con la que Ecuador pretendía obtener rescate. Sin embargo, los ecuatorianos creían que salvar Yasuní demostraba que era posible crear un mundo nuevo y que, al pagar por sus pecados, los contaminadores primermundistas podían prevenir daños ulteriores al planeta. En suma, la Iniciativa ITT permitía que los ecuatorianos se erigieran en la conciencia moral, verde y anticapitalista de la tierra.
Alberto Acosta, economista y exmiembro del círculo íntimo de Correa, quien ayudó a crear la iniciativa, dice que la propuesta iba dirigida a la comunidad internacional como un medio para prevenir emisiones de gases de invernadero, aunque también respondía a un problema ambiental local del Amazonas, donde cuatro décadas de extracción de crudo en la prolífica provincia de Sucumbíos dejaron una tasa de pobreza de 85 por ciento, una incidencia de cáncer de 31 por ciento y una demanda judicial –presentada hace 20 años- contra Chevron, por una contaminación tan devastadora que aún no ha podido resolverse.
El verano pasado, concluido el plazo para la iniciativa, Correa anunció «el mundo que nos ha fallado». En agosto, solicitó y obtuvo la aprobación de la Asamblea Nacional para la perforación de Yasuní-ITT.
«Si Yasuní-ITT es el principal programa de este gobierno y Yasuní-ITT ha fracasado, entonces este gobierno ha fracasado», declaró Acosta, en octubre, en el saturado auditorio de la Universidad Central de Quito.
En cuestión de semanas, Correa pasó de «¡Salvemos a Yasuní y los taromenane!» a «¡Perfora, nena, perfora!», y semejante cambio tomó por sorpresa a la mayoría de los ecuatorianos. Marchas de protesta bloquearon las vías principales, mujeres del Amazonas caminaron cinco días de la selva a Quito para quejarse ante la Asamblea Nacional. El fin de la iniciativa Yasuní-ITT precipitó protestas más organizadas y elocuentes que cualquier cosa que Correa hubiera enfrentado hasta entonces.
Diabluma, grupo activista de la izquierda radical que apoyara a Correa, es uno de los que no están dispuestos a renunciar al sueño. Y ahora, en su cuartel general frente a la sede de la Asamblea Nacional, sus integrantes urden una elegante ruptura con sus antiguos aliados del gobierno. «Estoy deprimido», dice su líder, Felipe Ogaz. «Tuvimos una oportunidad real de emprenderla contra los ricos, y ahora la emprendemos contra los taromenane».
Para Ogaz, la iniciativa Yasuní-ITT prometía a Ecuador el fin de su dependencia del petróleo para obtener ingresos y una fórmula alternativa (y sustentable) para su desarrollo. Pero rota la promesa, agregó, la reforma radical de Correa se volvió una mentira. «Los ricos de este país son más ricos que nunca», acusa. «¿Por qué no les pedimos que ellos pongan el dinero, en vez de seguir presionando a los pueblos más vulnerables?».
Un grupo llamado Yasunidos está recogiendo firmas para forzar un referéndum nacional vinculante sobre la perforación de Yasuní. Para ello, tendrán que conseguir el apoyo de 5 por ciento del electorado: un total de 600 000 firmas. Yasunidos calcula que puede obtener 4500 firmas diarias de todo el país y los ecuatorianos residentes en el extranjero, de modo que tiene confianza en alcanzar su objetivo en la fecha límite de enero. No obstante, de lograr la colosal proeza, los tribunales constitucionales y el consejo electoral nacional podrían sembrar de obstáculos su camino para evitar la votación sobre el tema, y aun cuando logre incluirlo en la boleta electoral, tendrá que derrotar a la enorme máquina propagandista del Estado para ganar en las urnas.
Un exterminio increíblemente sistemático
La salvación de Yasuní tal vez se encuentre fuera de Ecuador y podría depender de los derechos humanos de los taromenane. La abogada Verónica Potes informa que se ha presentado. admás, una demanda legal para que intervenga la Corte Interamericana de Derechos Humanos porque, considera que el gobierno está aprobando la extracción de petróleo en su territorio sin estudiar toda la gama de repercusiones para los pueblos no contactados, hay argumentos para una intervención internacional.
«Cuando promovíamos la Iniciativa Yasuní-ITT y fuimos la conciencia moral del mundo, el propósito de mantener el petróleo bajo tierra era, ante todo, asegurar el aislamiento voluntario de esos pueblos. Pero ahora resulta que ese objetivo se ha descartado y cuando [las tribus] se vuelven inconvenientes, desaparecen del mapa», acusa.
Y, según los expertos, no hay duda de que desaparecerán, a menos de que algo cambie. «Estamos presenciando el fin de tribus que han existido miles de años», dice Cabodevilla. «Han sobrevivido a terribles matanzas, epidemias, plagas y un exterminio increíblemente sistemático iniciado con la Conquista. Y ahora están siendo exterminados, en nuestros tiempos».
Un mundo que ella no entiende
Conta no sabe que la selva de donde fue arrebatada por aquellos hombres armados que llegaron en helicópteros, es el grito de guerra de 15 millones de personas en Ecuador; no sabe que los derechos sobre la tierra y los derechos humanos de su pueblo, son la causa de un movimiento masivo para obligar al presidente ecuatoriano a hacer algo que no quiere; y tampoco comprende el impacto de lo que Correa tanto desea de los taromenane: el crudo que yace bajo sus chozas, un bien que alimenta un mundo que ella no entiende y que amenaza con tragársela.
La niña que fue secuestrada dos veces en un año se ha convertido, sin querer, en el símbolo de la peor pesadilla de Correa: una oposición sustantiva con verdaderos motivos de queja en su contra. Activistas de derechos humanos, ambientalistas, movimientos estudiantiles y fuerzas políticas de oposición se han unido en defensa de lo que Conta representa: el Yasuní, libre e impoluto, salvaje y protegido.